miércoles, 15 de agosto de 2007

Relato: Prisión de Sombras

Aquí os dejo el relato con el que participé en el 3º Concurso del Círculo de Bardos, organizado por Pedro Camacho y fallado esta misma tarde.
Espero que os guste.


PRISIÓN DE SOMBRAS

La celda era oscura. Olía a humedad, a paja podrida y a otras cosas que era mejor no imaginarse. De cuando en cuando, algo, peludo y pequeño, pasaba junto a sus pies. Sería una rata, pero, con el paso de los días, también se había convertido en su única compañera.
Antes de ir a parar a allí, había sido… no, su aspecto daba igual. En la profunda penumbra, todos eran idénticos. En el fondo del pozo, del que nadie salía, todo carecía de importancia. Nadie vivía demasiado tiempo, entre las frías paredes de piedra que rezumaban como si sudasen. Los huesos no tardaban en agarrotarse y el corazón se detenía, durante la vigilia o dentro de un simple sueño. En aquella cárcel sólo existía una pena y nadie atravesaba dos veces su puerta.
Por eso, sentir al roedor cerca, le servía de aliciente. La muerte no tardaría en rondarle, buscando la manera de ocupar el estrecho espacio que le albergaba, pero mientras el animal estuviera cerca, de alguna manera, ocupaba el sitio reservado para la parca. Si la vieja huesuda encontraba la forma de abrirse paso, iban a estar los tres muy apretados.
Así pensaba en sus días buenos, porque en los malos, que eran la mayoría, dedicaba las horas a llorar desconsolado. Sólo tomaba un descanso para roer el trozo de pan y beber el agua, caliente y con sabor a orines, que le pasaban a través de la puerta. Después, seguía llorando y gimiendo, igual que lo hacían el resto de los prisioneros, a los que no había conocido y jamás llegaría a ver. Cada uno en su celda, cada uno aislado de los demás por su propio dolor. Pero ni siquiera en esos amargos días se olvidaba de dejar algunas migajas en una de las esquinas de la mazmorra.
Y, todos los días, aquella pequeña criatura peluda regresaba para recoger su botín.

Hacía mucho que había desistido de llevar la cuenta del tiempo. Al principio lo había hecho con una tiza, pero después había desistido, al comprender lo inútil que resultaba, ya que nunca iba a salir de allí y ni siquiera tenía manera de saber cuánto había pasado en realidad. Sin embargo, en la pared, donde la humedad era menor, todavía permanecían, blancuzcas y reluciendo entre las tinieblas. Eso le daba esperanza. Falsa, pero era mucho más de lo que tenían los otros presos.
La razón por la que había acabado allí hacía mucho que había dejado de tener importancia, desde antes incluso de haber terminado de trazar líneas en el muro de piedra. Ya ni recordaba qué era lo que había hecho para merecer aquello o si de verdad lo merecía. Matado, robado o engañado, podía haber sido cualquiera de esas cosas. Una vez dentro de la celda, había preferido sustituirlo por el pesar, la oscuridad y la condena.
Pero volvamos a las tizas y a las pálidas marcas abandonadas en la pared. Aún entre las tinieblas, su brillo era capaz de atraer la mirada del recluso. Cuando las lágrimas le dejaban ver, pasaba las horas muertas observando su resplandor y pensando en el sol y en sus cálidos rayos golpeándole el rostro. Un día —o una noche, allí dentro eran lo mismo— a sus reflejos blancos y al tibio contacto de la rata, se unió algo más. Imaginó un prado extenso y reluciente, lleno de viento, y el sonido de un caramillo. Cuando quiso darse cuenta, estaba en el calabozo y la flauta seguía allí. Al otro lado del muro. Lejana pero real. Más real que nada que hubiera escuchado nunca.
Entonces desapareció y sólo quedaron los apagados gemidos que le rodeaban.

No sabía si lo estaba soñando o era real. La música le había cogido de improviso, apartándole de la pesadilla en la que estaba sumido y permitiéndole escapar. No se atrevió a abrir los ojos por temor a que desapareciera de nuevo, como la otra vez, como las otras veces que había tratado de seguir su melodía y la había perdido. Entonces duró algo más. Era una tonada triste, aunque, a través del instrumento, sonaba dulce. Sintió como su corazón, agarrotado por el frío y el sufrimiento, empezaba a descongelarse. Los recuerdos de su vida anterior se abrían paso con cada uno de los compases. Un dolor nuevo, punzante y desesperado, atravesó su pecho, obligándole a abrir los ojos. La música desapareció un instante después. La conocía. De antes de la prisión. De su otra vida.
La rata no volvió durante lo que pensaba que fueron varios días y con su falta regresó el temor a que la parca se abriera paso hasta el estrecho cubículo. El malestar que había sentido en lo más profundo de su alma, atraído por sus recuerdos, tampoco volvió. El frío, la rigidez en sus piernas y brazos, doblados por la falta de espacio y entumecidos, se hizo más evidente. Sin la compañía de aquella criatura, sólo le quedaban las marcas de tiza de la pared y éstas soportaban mal la humedad, que las convertía en largos regueros que descendían para luego desaparecer. La penumbra se cernía alrededor de él y en aquella ocasión era absoluta, sin una luz que la difuminara y la hiciera soportable.
Podía escucharla entre los quejidos amargos de los otros cautivos: la huesuda estaba cerca, acechándole.

Pasó mucho tiempo. Las señales hechas con tiza se habían ido como si jamás hubieran existido y nada se movía a su alrededor, en una celda que cada día se hacía más pequeña. La flauta sólo sonaba en sus sueños, pero su música era fea, desacompasada. No era la que recordaba, la que le provocaba aquel dolor en el corazón que hacía que su pecho ardiera. Tampoco duraba mucho. Los gritos de agonía le ponían fin a los pocos compases, superponiéndose a ella y transformándola en una grotesca pesadilla.
Al final, acabó olvidándose de dejar las migas a la rata y pensar en su presencia comenzó a repugnarle. La imaginaba trepando por sus piernas e, incluso, mordisqueándole los dedos y las partes más tiernas de su nariz y sus orejas. Entonces gritaba y se agitaba con fuerza, dando patadas hacia todos lados. Pero claro, el animal no estaba y todos sus golpes se perdían en el aire o contra los muros, produciéndole todavía más dolor. No cejó hasta que sus talones y nudillos se amorataron. Ese día dejó de moverse también y se quedó tendido, hecho un guiñapo entre la paja sucia.
El frío se hizo entonces más fuerte en su interior y el silencio le rodeó.

Sólo podía escuchar los latidos de su corazón, bombeando sangre cada vez más lento, con el tañido de una gran campana que fuera perdiendo su fuerza. Incluso los chillidos de los otros prisioneros desaparecieron, sustituidos por aquél sonido que repicaba en sus oídos, haciendo que sus tímpanos se hincharan y le hicieran gemir de agonía. No notaba los dedos de los pies y todo el lado derecho de su cuerpo había perdido las fuerzas. Los huesos le pesaban igual que si estuvieran hechos de plomo y los notaba fríos, entumecidos de alguna extraña manera. Su propia respiración sonaba entrecortada, llena de un esfuerzo inhumano que en sus oídos se unía a aquellas irregulares palpitaciones.
Sentía cómo su último aliento se le escapaba, cuando, en lo más recóndito de la cárcel, empezó a escuchar las notas del caramillo. Suaves, elevándose en una compleja danza de notas. Hermosas, ardientes y dolorosas. Se alzaban siguiendo escalas que el nunca había conocido, que no se había atrevido a imaginar. El pecho le ardió con cada una de ellas, provocándole un sufrimiento atroz que era aún peor que el del frío y el ahogo húmedo. Un recuerdo le asaltó entonces, una imagen única, flotando en la negrura que se extendía a su alrededor. El mismo prado con el que había soñado otras veces y, en él, una muchacha que tocaba la flauta.
Pero aquella vez no trató de escapar de la quemazón y se aferró a la música. A su tristeza y a su alegría. Olvidó la rata y las tizas y su desesperación por no estar encerrado en la oscuridad. Y supo que si estaba allí, era porque se lo merecía, pues a aquella cárcel sólo iban los que habían matado, robado y engañado y él había hecho las tres cosas. Lo que le sucedía, era algo que se había buscado él mismo y tendría que pagarlo aunque supusiera alentar a la parca.
Entonces, nada más admitir su culpa, la celda en la que se encontraba se tornó aún más estrecha de lo que era y le comprimió el vientre y la espalda, y, después, incluso los brazos y las piernas. El ardor que sentía en el pecho le quemaba como el fuego y su corazón latía desenfrenado. Con un último espasmo, las paredes se combaron alrededor suyo, empapadas como siempre, aunque entonces cálidas y mullidas. Aplastándole, empujándole. Fuera.
Y nació a la luz.

viernes, 20 de julio de 2007

Weeds y los consejos familiares

Uno de los mejores monólogos que he oído en mucho tiempo. A ver si encuentro la versión en texto para colgarla.

El Jueves censurado... ¿y después qué?

Ya habréis leído o escuchado la noticia, así que no me extenderé comentándola ni dando mi opinión.
Podrán retirar la revista, pero evitar que la imagen siga difundiéndose va a ser muuuy difícil.
La van a tener hasta en la sopa.


Edito para añadir el enlace a el auto judicial, sacado de la página de El Pais. y añadir una versión que no resulte "claramente denigrante" ni "objetivamente infamante". Porque, por lo que se ve, el problema está en lo que dice, no en lo que hace.


¿Véis cómo si las cosas se arreglan si uno quiere?

domingo, 15 de julio de 2007

Sabores de Verano

Ya tenemos el verano aquí y los anuncios que ponen en televisión son cada vez más raros. Lo último que he visto por ahí, son los preservativos con sabores... no de los sabores de toda la vida, vaya, que esos llevan mucho tiempo circulando por ahí, sino con sabores realmente raros y rebuscados.
Aquí al lado dejo un ejemplo de lo que, a lo largo de los meses de estío, puede acabar convirtiéndose en un nuevo boom en cuestión de contraceptivos de sabores. Podrían empezar con el sabor de Crema Catalana sugerido y, después, pasarse a otros postres como las natillas o el arroz con leche.
¡Lo que acaba haciendo la gente para que se la c...!

sábado, 2 de junio de 2007

Dejarlo para Luego... en papel

Pues sí. Cuando ya empezaba a pensar que el Segundo Concurso de Relatos Ábaco no llegaría a imprenta, hete aquí que para no variar me equivoqué. Entre los finalistas y seleccionados podeis encontrar relatos de Tobias Grumm, Juan Carlos Pereletegui y muchísima más gente a la que merece la pena leer.
Y, repitiendo en la segunda convocatoria, un servidor con el relato Dejarlo para Luego del que cuelgo el comienzo.

Era una noche oscura y tormentosa… estaba solo en la casa, pero entre el aullido del viento, el golpeteo de las ramas contra los cristales y los mil ruidos que llenaban la vetusta mansión, no había oído cómo llamaban a la puerta. Aún cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, tardó unos instantes en reaccionar. La cena había resultado demasiado pesada y la copa que había tomado después no le había sentado bien. Se tambaleó hacia la entrada, bostezó y se pasó la mano por su rostro mal afeitado, mientras gruñía un ya voy [...]

El resto, en el libro. ¿A qué esperáis para comprarlo?

miércoles, 30 de mayo de 2007

Relato: Wendigo

A falta de tiempo, os dejo aquí un relatillo que ya publiqué en sedice.com y en subcultos.com. pero que no había colgado en este blog. Disfrutadlo. O no.
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Wendigo. Le había parecido escuchar aquella palabra justo antes de salir de la cafetería del viejo Tonibee y montar en su grúa. Por lo que tenía entendido, era una palabra india o algo así, que se refería a un espíritu de los bosques y los páramos helados. Para Wendall aquello era intrascendente. Suficiente tenía con la realidad que, en casi toda Alaska, consistía también en hielo y nieve, sobre todo en aquella época del año. Y la realidad decía que ya era hora de ponerse en marcha e ir a trabajar.

Había sido cerca de veinte minutos antes de que sus faros comenzaran a iluminar a las furgonetas aparcadas a la entrada del bar, cuando la radio había empezado a sonar y había recibido el aviso: debía ir a retirar un Hummer que se había ido a la cuneta a quince millas de allí, en dirección a Cicely. Se lo había tomado con calma. El canal meteorológico había anunciado que la noche iba a ser mala, aunque no más que las anteriores, y estaba cansado de pasar frío. Tenía tiempo para un par de copas sin que le echasen en falta. Había tomado nota y había dicho a Frank que él mismo se ocuparía. Pasó las cabinas de un par de grandes trailers, atascados por la nevada, apagó el motor y cortó las luces. Dentro estaría mejor durante un rato. Al menos no se congelaría los jodidos dedos.

El bar-cafetería-motel de Tonibee era un tugurio de carretera, perdido en mitad de ninguna parte, construido sobre lo que en tiempos de los colonos había sido una granja y con un letrero justo a la entrada, con neón de varios colores y anunciando que se alquilaban habitaciones por horas. Todo el mundo sabía lo que aquello significaba. Y a todo el mundo le traía sin cuidado. Al entrar, una nube de vaho y humo le había recibido. La mayor parte de las mesas estaban vacías. Sólo algunos hombres del pueblo, un par de camioneros y Howard, el ayudante del sheriff, se encontraban allí. Les había saludado con un movimiento de cabeza al que respondieron levantando sus cervezas, había pedido un whisky a Rebecca, la joven esposa del viejo Jack Tonibee, y se había acodado un rato en la barra, para entrar en calor tanto por dentro como por fuera.

—Uno doble, Becky —había dicho.
—¿Con hielo?
—No me jodas, suficiente hielo hay ahí afuera para que me agües el whisky. Mejor trame la botella y un vaso. Jack siempre lo hace.

Dejó la botella donde le había dicho. No era una mala chica y tenía unas buenas tetas, pero no llevaba demasiado tiempo en el pueblo, apenas dos o tres meses desde que apareció del brazo del viejo. Demasiado joven y bonita para él, las malas lenguas ya se habían encargado de despedazarla. Decían que era una buscavidas. Si se había ido con él por el dinero… no sabía donde se había metido. Se había servido el primer vaso y estaba apurándolo, cuando una mano se apoyó bruscamente sobre su hombro.

—Wendall, no es una buena noche —le había dicho una voz áspera, que al seguir el brazo cubierto de franela a cuadros resultó ser la de Al, uno de los borrachos semioficiales de los alrededores—. Quédate aquí y disfruta.

Fue entonces cuando se había dado cuenta del accidente que le esperaba y de que, si había llegado hasta allí, era para algo. Había dejado un billete de cinco pavos sobre la barra y, con un ligero tambaleo, había ido hacia la salida poniéndose los guantes. Varios brazos se habían levantado en señal de reconocimiento. Entre las despedidas, la voz de Al le había llamado por su nombre, aunque había resonado como aquella palabra —Wendigo—, pero ya se sabía, con dos copas de más era capaz de decir cualquier cosa.

Los faros habían iluminado la pared de madera como dos círculos de luz amarilla, recorriendo después las matrículas de los todoterrenos y las furgonetas, manchadas de barro y medio cubiertas de una nieve que no dejaba de caer. La dirección chirrió al girar para dirigirse hacia la salida de la carretera. Los intermitentes se iluminaron, reluciendo débilmente sobre el blanco, casi al mismo tiempo que las intermitentes luces de neón. Algo, un zorro o un perro, se había cruzado entonces, obligándole a frenar en seco y con el corazón en un puño. En el canal meteorológico todo era nieve, había sonreído ante la ocurrencia. Después había girado el dial hasta que las canciones navideñas desaparecieron y comenzó a sonar una balada country; de la Parton sin duda.

La carretera apenas podía verse, los árboles, delgados, altos y cargados de nieve parecían a punto de irse abajo. En parte ya habían comenzado a hacerlo. Ramas rotas invadían la carretera, prácticamente invisible bajo la nevada. Sabía que estaba allí, había conducida por ella tanto de día como de noche, en invierno y en verano. Podía hacerlo con los ojos cerrados y un brazo atado a la espalda. Las señales pasaban ante él. Eran pocas las que sobresalían de la nieve. Cantwell, Ruta 8, decía una de ellas. Eso quedaría a unas nueve millas del pueblo. A partir de allí tendría que ir con más cuidado. Con un rugido, la ventisca empeoró y Dolly Parton se fue con ella. Una sombra pasó, veloz, junto a su puerta.

—Frank, ¿me recibes? Estoy a diez millas esto va de mal en peor…

Las ráfagas de viento hacían que la nieve se arremolinara, mientras aullaba entre las montañas, bajando por los valles con un sonido ensordecedor. Redujo marchas y se puso a veinte millas por hora, deseando llegar y dar la vuelta. Los limpiaparabrisas trabajaban a toda velocidad, sin dar abasto.

—… shhhhh… shhhhh…

La radio estaba tan muerta como el country. La desconectó con un golpe, notando el frío del metal a través de sus guantes. Después, luchó con el control de la calefacción. Debía haberse ido otra vez a tomar por culo, como durante las últimas semanas que funcionaba cuando quería. Le había resbalado entre los dedos y había tenido que quitarse el guante con la boca. Una mala idea. Algo —algo grande— se cruzó delante de la grúa y tuvo que dar un volantazo, a ciegas…



El vapor del radiador hacía tiempo que había dejado de elevarse y se había convertido en una fina capa de cristales trasparentes. El termómetro que había junto al cuentakilómetros hacía tiempo que se había quedado clavado en el mínimo. Los restos de calor de la jodida calefacción hacía tiempo que se habían evaporado. El vaho se acumulaba y golpear el volante hacia rato que se había vuelto doloroso. Y la petaca… había olvidado rellenarla donde Tonibee. Dos ojos rojos le miraban desde la nieve, en lo alto de la cabeza de un ser monstruoso, aguardando, pacientes. Respirando profundamente…

—… shhhhh… shhhhh…

—Frank… ¿me escuchas? —susurró Wendall por el comunicador con las escasas fuerzas que le quedaban, sin apartar los ojos de la cosa que Al había nombrado entre sus balbuceos—. Hay algo ahí afuera. Me ha sacado de la carretera. ¿¡Hay alguien ahí!?

—… shhhhh… shhhhh…

Los ojos, rojos, cada vez más cercanos, mirándole desde arriba, entre el vapor. El viento aullando junto a las puertas, tan lleno de nieve que el propio aire se había congelado. Apenas salía vaho de su boca cada vez que respiraba. Más cerca, cada vez más… tenía que haber hecho caso al viejo Al. ¡Por qué no le había hecho caso! Iba a por él, acabaría con él si no escapaba, si no ponía tierra por medio…

—¡Manda alguien, por lo que más quieras! ¡Creo que es el Wendigo! ¡Tengo que salir de aquí…! —gritó, como última llamada de auxilio, mientras sus dedos se trababan con el cierre del cinturón de seguridad. Los ojos, tan cerca… abrió la puerta de una patada y salió a la nieve, dejando el auricular colgando sobre el asiento.

—… shhhhh… shhhhh…

Nadie volvió a ver a Wendall. Cuando llegaron hasta su grúa, dos días después, se encontraba a pocos pasos de donde había quedado el vehículo que iba a buscar con sus luces de situación todavía luciendo. Las puertas de su destartalada grúa estaban abiertas y dentro no había nadie.

Otra víctima más del Wendigo.

viernes, 11 de mayo de 2007

Crítica de la Antología Visiones 2006 en Fantasymundo

Por casualidad (y porque dentro de mi egocentrismo tengo una búsqueda en google para que me avise siempre que alguien escriba algo sobre mí), he dado con una crítica al Visiones 2006 publicada ayer en Fantasymundo y escrita por Alejandro Serrano. La enlazo aquí para quienes queráis leerla.
Al hacer los enlaces he visto que ya hay papeleta para proponer los premios Ignotus de este año. Está en la página principal de la AEFCFT, así que no sé a que estáis esperando para proponer (mejor que sea a mí, pero si es a otro no me enfadaré demasiado, la cuestión es proponer y votar). En las bases está escrito todo.